– ¿Cuántos años tendrá Sofía?
– Alrededor de setenta y cinco
– ¿En serio? No lo puedo creer, se ve muchísimo más joven. ¡Qué privilegio poder ver a una mujer de esa edad disfrutar bailando así!
Conocí a Sofía hace aproximadamente quince años. Era muy amiga de mi prima. Siempre les gustó la salsa, eran compañeras de pachanga y de vida. En aquellos años de principios de siglo, San Miguel era igual de divertido que ahora, aunque había mucho menos lugares en donde bailar y menos opciones culinarias en general. Recuerdo que, en ese entonces, el lugar para bailar salsa, era en un bodegón en la colonia San Antonio que se llamaba Bóvedas. Me acuerdo la gracia que me hacía que, llegando al lugar, el mesero saludara efusivamente de beso y abrazo a mi prima, al tiempo que corría a la barra para traer a su mesa una botella de Cuervo, rotulada con su nombre y con una marca dibujada con plumón indeleble, que indicaba el avance del consumo de tequila. No duraba ni dos minutos sentada a la mesa cuando se acercaban a saludarla, bajo el apodo de “Bety” y a invitarla a la pista bailarines locales de todas las estaturas, complexiones y clases socio-económicas. Un par de horas más tarde continuábamos al siguiente bar o restaurant para completar el recorrido “de las siete casas” que terminaba, casi siempre, en la cantina de Benjamín Lara: El quita-penas.
Una noche, hace unos tres años fui al Baradero, un bar de salsa chiquito, con decoración contemporánea y una barra iluminada por un espejo, llena de botellas y reflejos. Está ubicada sobre la calle de Cuadrante, en pleno centro de San Miguel. Estaba sentada viendo bailar a las parejas cuando mis ojos se detuvieron a tratar de descifrar el movimiento de los pies y los hombros de una señora mayor, flaquita y de pelo corto que bailaba con un hombre al menos treinta años menor que ella. Sus zapatos de tacón con suela de madera se deslizaban sobre la pista mientas sus labios sonreían y sus ojos brillaban. Estaba entretenida, anonadada y contagiada del entusiasmo de la mujer. A los pocos minutos, mis neuronas empezaron a hacer sinapsis, y reconocí su rostro. ¿Será Sofía?
Resulta que hay un grupo de unas treinta personas que acuden consuetudinariamente a las distintas pistas de baile con música en vivo de San Miguel: los miércoles se reúnen en El Faro, los jueves en el Cent´anni, los viernes en La Chula o en Lolita y los sábados en el Baradero.
Yo me he abonado los miércoles al Faro. Mi cuerpo y mente agradecen un cambio de ritmo a la mitad de la semana laboral. Tengo la suerte de ser amiga y vecina de Roberto, que es el profesor más antiguo de salsa en la ciudad, así que disfruto del combo: pareja de baile + clase.
Me sorprende la cantidad de extranjeros que bailan bien. Es muy común ver parejas sentimentales de mexicanos con norteamericanas cuya relación inició bailando. No sé por qué, pero me conmueve ser parte de este collage de nacionalidades, extractos socio-económicos y edades, reunidos por el gusto de bailar y pasar un rato agradable. Nunca sabes si estás bailando con un neoyorkino multimillonario, con un médico consagrado, con un escritor famoso o con un conductor de autobús de línea. En este entorno la profesión y el origen no tienen relevancia.
Y es que en San Miguel se diluyen las diferencias inventadas social y culturalmente. Muchas de las personas que se establecen aquí lo hacen solas o en pareja. La mayoría no tiene familia ni redes, así que, se muestran ávidos por vincularse con otros y están listos para platicar y hacer nuevos amigos. El anonimato, consecuencia irremediable de la migración, provee tierra fértil para reinventarse y construir nuevas maneras de vincularse y de vivir.
San Miguel regala un repertorio de opciones que pocas ciudades en el país ofrecen. Desde mi punto de vista, no le falta nada. Tenemos cualquier cantidad de actividades artísticas, deportivas, altruistas e intelectuales. La ciudad cuenta con los servicios necesarios para vivir cómodamente: desde misceláneas en las esquinas hasta tiendas departamentales como Liverpool y supermercados de lujo como City Market; mercados orgánicos y de artesanías; tiendas de muebles y centros de arte y decoración; hospitales y médicos especializados; teatros y cines.
¡Qué padre vivir como Sofía que hace lo que más le gusta cuatro noches a la semana! Derrocha felicidad al compás de diferentes ritmos latinos, como salsa, bachata y cumbia. Contagia ganas de vivir. Se le transparenta el bienestar a través de la sonrisa y las pupilas.
¿Será que encontrar una actividad que te apasione es justamente lo que le pone la sal y la pimienta a la vida y le añade calidad?
¿Y tú, ya practicas esa actividad que tanto te gusta o tantas ganas tienes de empezar a practicar?
¡Vente a San Miguel! Aquí, seguro la encuentras.