El viernes pasado, a las seis de la mañana, me despertaron unos “cuetes”, situación bastante frecuente en esta ciudad; pero con esto de la invasión de Rusia a Ucrania, las escalofriantes noticias del fusilamiento en San José de Gracia, Michoacán, y de la violencia en el partido de fútbol en el estadio Corregidora en Querétaro, no pude evitar un golpe en el pecho, de esos que te activan el miedo para echar a andar la reacción automática de supervivencia: la respuesta pelea ó huida.
Los tronidos me causaron escozor. Afortunadamente mi estado adormilado-desorientado me permitió recapacitar y darme cuenta que no había peligro. Solo eran fuegos artificiales que notificaban el inicio de la celebración al Señor de la Conquista, tradición que se lleva a cabo en San Miguel de Allende el primer viernes de marzo desde hace alrededor de cuatrocientos años. Resignada, por el abrupto despertar, me asomé por la ventana para disfrutar del espectáculo de las luces en el cielo sobre la colonia San Antonio donde se encuentra la capilla del Santo festejado.
Mientras miraba el cielo y escuchaba los tronidos, mis pensamientos rescataron imágenes que me han quedado grabadas en la memoria y retratan la tragedia que vive hoy Ucrania: hermosos edificios bombardeados, personas huyendo cuidadosamente sobre puentes derruidos, rostros incrédulos y asustados, personas heridas, médicos llorando de impotencia, jóvenes armados y luces en el cielo aturdidas por el sonido de bombas explotando.
Me acordé de Pavel, un polaco que conocimos mi mamá, Marisa y yo en un tren en algún rincón de Europa en 1983. Corrían los años tensos de la Guerra Fría. Recordé sus facciones y su mirada veinteañera curiosa y bondadosa que se quería comer al mundo. Supimos que era uno de los afortunados, que por sus estudios especializados en ingeniería, tuvo la oportunidad de cruzar la Cortina de Hierro y salir de su país temporalmente a trabajar para su gobierno. Su mirada y su sonrisa, no escondían el gozo que experimentaba al conocer el mundo occidental. A pesar de que era más cercano a Marisa y a mí por la edad, mi mamá hizo un click especial con él. Lo adoptó y pasamos juntos un par de días.
Imaginé su rostro con las huellas del paso de los años: marcas alrededor de sus ojos y labios -esas que a veces resultan ajenas y denotan las emociones que hemos expresado a través del tiempo con la cara- canas en el pelo y unos kilos más.
Lo ví brindando ayuda: recibiendo refugiados ucranianos en su casa grande, ordenada y con varias recámaras. Les dibujé rostro, también, a su esposa y a sus dos hijos que, igual que él, acogían con calidez a sus recién llegados huéspedes.
Sentí un poco de culpa, porque mientras fantaseaba con la posibilidad de hacer algo por los ucranianos a través de mi recuerdo de Pavel, planeaba mi día y el fin de semana que empezaba. Me conecté con la sensación de bienestar que me provoca darme cuenta de lo afortunada que soy, de lo contenta que estoy de vivir en una ciudad donde generalmente reina la paz a pesar de hallarse a solo treinta minutos de tierra huachicolera y muy cerca de municipios donde los cárteles de drogas se disputan plazas.
En esta ocasión me visitaron dos de mis personas favoritas: mi sobrina Lorenza y Mariana, su esposa. En la tarde, dimos un paseo por el centro. Desde lejos escuchamos los tamborazos de los concheros que ya estaban en la plaza principal, alrededor de la Parroquia de San Miguel Arcángel, tocando sus tambores y bailando. La imagen de este santo ocupa un muro privilegiado dentro de la parroquia.
Presencié, una vez más, la enjundia con que los danzantes; con tocados llenos de plumajes y atuendos prehispánicos, como los que usaban los emperadores y guerreros aztecas, otomíes, olmecas y toltecas, veneraban al Cristo del buen temporal por el inicio de la temporada de cultivo de alimentos. Nos conmovimos al ver a varios niños caracterizados participando seriamente en el espectáculo acompañados de sus padres. Tomamos muchas fotos y videos.
Como siempre, cuando me toca la suerte de presenciar este tipo de fiestas en San Miguel, me conecto con un sentimiento de certeza que me recuerda una de las razones por las cuales me enamoré de esta ciudad. Esta vez, en particular, sentí una alegría especial porque la vida del pueblo está volviendo a la normalidad pre-pandémica.
Cenamos en el Fátima, un restaurante marroquí ubicado en la terraza del hotel Casablanca en el centro. El lugar es espectacular. La azotea del edificio colonial, está transformada en una amplia explanada que expide un ambiente cálido, supongo que por la decoración en tonos claros, las mesas con diseños de mosaicos marroquíes y las macetas de barro que la circundan. Tienen unas cactáceas color verde olivo, enormes y bien cuidadas, que enmarcan las cúpulas de varias iglesias del centro. Justo enfrente está el campanario del templo de San Francisco, acompañado en segundo plano, por las cúpulas del templo de Nuestra Señora de la Salud y del Oratorio de San Felipe Neri.
El sábado en la mañana caminamos por la bajada del Chorro hasta llegar a desayunar a Rústica: un restaurant con un patio trasero de lo más pinotresco y sencillo que ofrece platillos ricos y originales. La sonrisa y buena vibra de Eduardo, el dueño, que siempre ronda por ahí, garantiza calidad en los alimentos y en la atención. Nos echamos unos molletes y unos chilaquiles de concurso. A Lorenza le encantó el chai.
Terminando, Mariana se fue, un poco nerviosa, a su primer torneo de bridge. Lorenza y yo paseamos por San Miguel. Dimos una vuelta por el centro, entramos al Mercado orgánico y a dos de mis tiendas de decoración consentidas: Roma quince y Tao. Me acompañó a ver el avance de obra de Alborada y fuimos a conocer uno de los viñedos cercanos.
En la noche fuimos a cenar al Atrio y coincidimos con la maestra de bridge de Mariana y con sus contrincantes. Nos sentamos un rato en la misma mesa y pasamos un rato muy agradable con ellos. Siempre me ha dado curiosidad ese juego de cartas que suena tan dificil y apasionante. Tal vez me anime a incursionar en la aventura de aprender en el futuro cercano.
El domingo desayunamos en el Cumpanio, famoso por su panadería. En la mesa de junto había una señora que me saludó de reojo. Le devolví el saludo sin saber quién era. Afortunadamente comenté:
-No tengo ni idea de quién es, me parece familiar pero no logro descifrar.
Lorenza volteó y me preguntó:
-¿No es Yazmín?
-¡Claro!
Me levanté de la silla para abrazarla. Fue un lindo encuentro. Yazmín fue mi socia en otra vida: Hace veintiséis años cuando fui educadora perinatal, o dicho en cristiano: instructora de parto psicoprofiláctico. Me dio muchísimo gusto verla; a ella y a su esposo Beni. Platicamos un buen rato y nos pusimos “al corriente”. ¡Qué suerte que Lorenza la reconoció!
Como todavía quedaba un rato antes de que tuvieran que regresarse a la Ciudad de México, aprovechamos para ir a dar una vuelta a la ex fábrica textil La Aurora, que siempre es una excelente opción para unas compritas del recuerdo o para un paseo dominguero.
Para cerrar con broche de oro mi fin de semana, me fui a comer con mi amiga Evangelina a la Parrilla del Rojo, que se encuentra en las afueras de San Miguel, en la Hacienda Landeta, un lugar bellísimo. Nos echamos una hamburguesa deliciosa y una pasta fresca cremosa con salmón buenísima. El Rojo, el dueño, se sentó un rato a platicar con nosotras. Disfrutamos al escuchar sus aventuras en la selva, en otra vida que tuvo, en la Riviera maya antes de establecerse en San Miguel.
Así que tuve un fin de semana lleno de actividades y acompañado de personas entrañables. Para adornar más el broche de oro, durante estos días, acabaron de florecer las jacarandas que adornan esplendorosamente la ciudad y nos recuerdan que la primavera está por llegar.
Una primavera que advierto triste por los acontecimientos violentos en Europa y en México. Por los recuerdos de la tensión de la Guerra Fría que vivimos tantos años, por la amenaza latente de otra guerra mundial. Porque a pesar de que el Covid está de salida, inicia otra tragedia universal. Por el run rún de la violencia en la marcha del Día de la Mujer que menoscaba el despertar de la conciencia de la desigualdad, la indignación por los feminicidios y la violencia de género.
Atesoro los encuentros reales, imaginarios y extraordinarios de estos días con Yazmín y Pavel. Me recuerdan que he tenido otras vidas, que soy la misma y soy otra al mismo tiempo, que hay cariños especiales que viven escondidos en mi corazón y que reencontrarlos siempre es un placer.
¿Qué será de Pavel?